sábado, 17 de julio de 2010

EL SEÑOR DE LAS LUCES

Mi pueblo era calles sin tiempo, de aire tranquilo, de algarabía de niños y de pausado andar de los adultos.
Todo era visible a los ojos, hasta que la penumbra cobijaba sus calles en forma lenta pero implacable. Entonces la oscuridad se apoderaba de todo cuanto estuviera fuera de las casas.
Sólo un hombre valiente, capaz de penetrar en las sombras podría salvar el pueblo de algo que parecía inevitable: la muerte anticipada de sus calles, el encierro de las algarabías menudas y la quietud absoluta de los andares pausados.
Aquella, como otras noches, pude admirar aquel hombre que desafiaba las tinieblas y que emergía de la neblina que conspiraba con la oscuridad, en medio de la nada.
Una capa y un bastón alto delineaban la figura patriarcal, cual Moisés que dirige a su pueblo desde lo alto de la colina.
De andar tranquilo pero decidido se aproxima a la esquina, levantaba su cayado, daba un toque a la altura del techo y ¡Oh milagro!, el pueblo se liberaba de las tinieblas que ya daban cuenta de él.
De la misma forma en que había llegado, el hombre se terciaba su ruana y se alejaba buscando la siguiente esquina para continuar con su diaria tarea de alcanzar las cuchillas que accionaban el paso de la corriente eléctrica, para que las bombillas que colgaban de los aleros de los techos, salvaran al pueblo de la oscuridad total.Entonces volvía la algarabía, regresaban los andares pausados y el tiempo regresaba a las calles a reclamar el renacer de la vida.

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